Sueños
—¿En qué puedo ayudarla?
El dependiente era un hombre de unos cuarenta años con el pelo negro engominado y peina-do a la perfección con la raya en el lado izquierdo. Vestía con un traje negro y una corbata morada. Sonreía a la mujer que acababa de entrar en el establecimiento.
Ella, más cerca ya de los sesenta que de los cincuenta, era de estatura media, peso medio y pelo de largura media teñido para disimular sus medias canas. Llevaba puesto un vestido rojo, una chaqueta roja, unos zapatos rojos y un bolso rojo. También sus gafas eran rojas. En una mano lleva-ba una bolsa con un gran bulto.
—Quisiera devolver esta almohada. Me ha hecho tener pesadillas.
—¿La almohada le ha producido pesadillas? —preguntó el hombre, escéptico.
—Sí —aseguró ella convencida—, ha sido horrible. Un gigante me comía y usaba mis hue-sos como palillos para los dientes. Necesito una almohada diferente.
—Muy bien. ¿Qué tipo de almohada quiere? Tenemos de plumas, látex, gel, viscoelásticas…
—Creo que probaré la de plumas.
Pagó con la tarjeta de crédito y se fue canturreando una canción, mucho más alegre que cuando había aparecido.
Al llegar a casa cenó, se puso su pijama verde y su antifaz verde y se dispuso a probar la re-cién adquirida almohada. La cosa no mejoró: soñó con un grupo de ratones que le mordía y arrastra-ba al alcantarillado, donde cogía una infección y moría en lenta descomposición. Al despertar a la mañana siguiente, se vistió y volvió a la tienda. Unas enormes ojeras oscurecían su rostro y sus hombros estaban más abajo que la víspera, dándole un aspecto muy demacrado.
—¿Algún problema con las plumas, señora?
—¡Esta noche ha sido aún peor! —dijo, y pasó a relatar el sueño de aquella noche.
Ante la atrocidad del relato, el dependiente dejó de sonreír.
—¿Qué le parece —dijo, afectado, mientras se aflojaba un poco el nudo de la corbata— si probamos con una de látex? Nunca he recibido queja alguna acerca de ellas. Es más, aseguran que producen un descanso placentero.
La señora, un poco más animada, aceptó la oferta. Cogió la bolsa con la almohada y puso rumbo a su casa. Pero tampoco el látex alejó las pesadillas: caminó por un bosque de árboles viejos y retorcidos de cuyas ramas colgaban peluches ahorcados y luego un unicornio la atravesó con su cuerno, haciendo que de sus entrañas salieran unos gritos que parecían sacados del Infierno.
—¿Qué ha sido esta vez? ¿Un dragón? ¿Un terremoto? ¿Una invasión alienígena y un apo-calipsis zombi al mismo tiempo? —el empleado empezó a hablar nada más ver entrar a la mujer en la tienda— Tenga, una almohada viscoelástica. Espero que duerma bien y no tenga que volver ma-ñana.
La mujer, sin haber dicho una sola palabra desde que entró en la tienda, agarró su nueva al-mohada y se marchó.
Aquella noche fue aún peor que las anteriores y, cuando volvió a la tienda al día siguiente, el dependiente, desesperado, exclamó:
—¡Ha probado usted todos los tipos de almohadas que existen! ¡Ya no nos quedan más!
Tras unos instantes de reflexión, la mujer, muy despacio, dijo:
—Tendré que cambiar el colchón.